29-09-2025 | En el Espacio para la Memoria y los Derechos Humanos ex-D2, las voces de quienes sobrevivieron al terrorismo de Estado guían recorridos que transforman el horror en aprendizaje colectivo. A diez años de su creación, más de veinte mil personas ya habitaron este sitio de memoria.
Entrar hoy al Espacio para la Memoria y los Derechos Humanos ex-D2 es también recorrer las huellas de lo que ocurrió allí hace casi medio siglo. Las paredes, las escaleras, las ventanas de concreto del Palacio Policial todavía conservan el eco de lo que fue un engranaje central del aparato represivo en Mendoza. Ese pasado no se cuenta desde afuera: lo cuentan sobrevivientes en primera persona y se escucha en recorridos en primera persona.
Antes y durante la última dictadura, las patotas del D2 salían, por lo general, de noche. Secuestraban a las personas que buscaban en autos sin identificación, en vehículos robados a las propias víctimas o en camiones militares. Con la cara cubierta y las manos atadas, las personas eran trasladadas hasta el edificio de la policía, ingresaban por el estacionamiento —por detrás—, y sentían bajo sus pies el ripio del suelo. Algunas alcanzaban a mirar por debajo de la venda o la capucha. Así empezaba el cautiverio.
Ya dentro del D2, el itinerario del terror tenía su propio ritmo. Entre golpes, gritos, humillaciones y malos tratos, las víctimas eran arrastradas de los calabozos a la sala de torturas, bajando o subiendo las escaleras características del edificio. Los interrogatorios eran brutales: picana eléctrica, golpes, asfixias, ahogamientos, abusos sexuales e intimidaciones verbales. Las personas en cautiverio casi nunca recibían comida ni agua. Apenas las sacaban al baño, no tenían abrigo, no podían higienizarse. En el caso de las mujeres, la violencia sexual fue constante y sistemática.
Para el resto de la sociedad mendocina, el edificio del Palacio Policial tenía otra cara. Era un espacio público, al que se accedía por calle Belgrano, donde se tramitaban documentos como la cédula provincial o el certificado de “buena conducta”. Lo que para unas pocas personas era un lugar de encierro y tortura, para otras era una dependencia administrativa común. Mientras los calabozos estaban llenos, las oficinas seguían funcionando con normalidad.
La arquitectura del edificio, de estilo brutalista, también formó parte de esa lógica represiva. Su estructura con múltiples accesos, escaleras, pisos y entrepisos, la disposición y características de sus celdas y calabozos, todo fue funcional al esquema del terrorismo de Estado. Muchos de quienes lo visitan hoy se sorprenden al descubrir esa doble función: la fachada pública y el entrepiso o el subsuelo del horror.
En 2015, tras la recuperación del ex-D2, los organismos de derechos humanos que sostuvieron su refuncionalización comenzaron a ofrecer recorridos guiados por el sitio. En ellos, las y los sobrevivientes narran su experiencia a grupos de estudiantes, docentes, profesionales, turistas y familias. En ese intercambio, las memorias individuales se vuelven colectivas, y el dolor encuentra un nuevo sentido: el de la memoria y la transmisión.
Hasta hoy, más de 20000 personas recorrieron el Espacio para la Memoria. Cada visita es distinta, porque quienes guían los recorridos ponen el cuerpo y la voz para reconstruir lo vivido y resignificar el lugar. “Es fuerte escuchar los relatos de las cosas vivenciadas donde hoy estamos parados. También es bueno haber recuperado este lugar para que no se pierda la memoria”, dijo un estudiante tras una de las visitas.
A diez años de su creación, el EPM ex-D2 reafirma que la memoria no es un relato del pasado, sino una práctica viva. Hablar en primera persona es una forma de hacer justicia simbólica, de resistir el olvido y de sostener, cada día, el compromiso con la verdad y la justicia.
